No siempre el problema es lo que se dice.
A veces, lo que lastima es lo que dejamos de decir.
Hay silencios que son paz… y silencios que son distancia.
Los primeros te envuelven, te hacen sentir seguro.
Los segundos se sienten como un muro que crece entre dos personas que alguna vez se entendían sin esfuerzo.
Nos enseñan a hablar, pero casi nadie nos enseña a callar bien.
A callar sin que la otra persona sienta que la estamos alejando.
A callar para escuchar, no para huir.
El silencio que hiere es ese que se instala poco a poco.
El que sustituye las conversaciones largas por frases cortas.
El que cambia las miradas cómplices por ojos que se evitan.
Una relación no se rompe solo por discusiones.
También se rompe por falta de palabras.
Por no decir “te extraño”, “me duele” o “esto me importa”.
Por no preguntar “¿cómo estás realmente?” cuando vemos que algo no está bien.
El silencio sano necesita confianza.
Es poder estar juntos sin hablar y aun así sentir que todo está bien.
Es compartir un café en calma, mirar el atardecer, o simplemente quedarse en el mismo cuarto sin la necesidad de llenar cada segundo con palabras.
El silencio que destruye, en cambio, es frío.
Te hace sentir que tu voz ya no tiene un lugar, que lo que digas no cambiará nada.
He aprendido que, cuando el silencio duele, es momento de hablar.
Aunque cueste.
Aunque la voz tiemble.
Aunque no sepamos cómo empezar.
Porque muchas veces, lo que salva a dos personas no es encontrar las palabras perfectas, sino tener el valor de decir las que hemos callado por demasiado tiempo.